domingo, 3 de mayo de 2015

La mujer del viajero en el tiempo, de Audrey Niffenegger (Traducción de Silvia Alemany)

Esto es lo que dice Goodreads:

Una fascinante y muy poco convencional historia de amor: Henry es bibliotecario y padece una extraña disfunción genética que le hace viajar involuntariamente en el tiempo; Clare, su mujer, es artista. Su amor es apasionado y solo aspiran a llevar una vida normal. Sin embargo, los viajes al pasado y al futuro de Henry, que a veces producen situaciones comprometedoras y otras divertidas, son un desafío a su relación. Una novela que invita a pensar en la perdurabilidad del amor y el paso del tiempo, en la emoción irrepetible de las primeras sensaciones, tanto en una relación como en la vida. Una lectura que, llevando de la sonrisa a la emoción, conmueve. Y una historia original e inolvidable.

Mi compañero de piso siente tal fascinación por este libro que al final no me quedó otro remedio que leerlo. Me podía la curiosidad.

Chica va a biblioteca, conoce a bibliotecario, prácticamente se le tira encima y lo invita a cenar. Ella le habla como si se conocieran de toda la vida, es más, no deja de referirse a encuentros previos mientras él la mira anonadado porque nada de eso ha sucedido aún para él. Después de este primer encuentro, a modo de flashback, nosotros por fin nos enteramos de ese pasado del que Clare no dejaba de hablar durante su primera cita.
Y es que Henry se le aparecía a Clare en su infancia (la primera vez cuando ella tenía seis años y la última vez a los dieciocho), viajando desde un futuro en el que los dos se habían casado.

Conocer a Henry y saber desde pequeña que va a casarse con él marca la vida de Clare. Y eso es, yo creo, lo que menos me gusta del libro, esa constante sensación de que todo ha ocurrido ya de una manera determinada y no se puede cambiar, que todo está predestinado.

Lo que más me ha gustado ha sido Alba, su hija. Me ha parecido muy mona, aunque algo marisabidilla (lo que no es de extrañar con esos padres, tampoco). Su nacimiento y las conversaciones que tiene con su padre en sus viajes (de los dos) en el tiempo han sido para mí lo mejor.

No me ha disgustado, pero estoy muy lejos de la fascinación de mi compañero de piso. La segunda mitad del libro me gustó mucho más que la primera. Creo que para que este libro te encante tiene que pegarte fuerte la historia de amor de los protagonistas y a mí, siendo sincera, ni frío ni calor.

Hay expresiones y palabras en el libro que no me gustan o que me resultan raras y me pregunto si es una cosa de la autora o de la traductora. Normalmente leo los libros en inglés en versión original, pero como este solo lo encontré para Kindle traducido, lo leí en español y hay cosas que no me convencen del todo.

Preguntas: ¿alguien ha oído alguna vez la expresión "vestirse de veintiún botones?


Puntuación:



Cosas que he subrayado:

Era como si Robinson Crusoe descubriera una huella reveladora en la playa y entonces se diera cuenta de que se trataba de la propia.


los muertos nos necesitan para que los recordemos, aunque eso nos consuma, aunque solo podamos decir: «Lo siento», hasta que la frase pierda su sentido y se desvanezca en el aire


Este fragmento me horrorizó profundamente. Me dolió la forma en la que hablaba de los niños adoptados como si no fueran "de verdad":
—Clare —digo bajito contra su nuca. —¿Hummm? —Adoptemos. Llevo pensando en ello desde hace semanas, meses; y me parece una vía de escape brillante: tendremos un bebé que gozará de buena salud. Clare gozará también de buena salud, y todos seremos felices. Es la mejor salida. —Pero eso sería hacer trampa —objeta Clare—. Sería fingir. Clare se incorpora y se vuelve hacia mí, y yo la imito. —Sería un bebé de verdad, y nuestro además. ¿A eso lo llamas fingir? —Estoy harta de esta hipocresía. Fingimos continuamente, y esto quiero hacerlo de verdad. 

Estoy tan cansado… Cansado de pensar en la muerte, cansado del sexo como un medio para llegar a un fin; y me asusta pensar adónde nos conducirá todo eso. No sé cuánta presión resistirá Clare. ¿Qué son esos fetos, esos embriones, esas multitudes apiñadas de células que seguimos creando y perdiendo? ¿Qué tienen de importante para que valga la pena arriesgar la vida de Clare, teñir de desesperación cada uno de nuestros días? La naturaleza nos está diciendo que abandonemos, la naturaleza me dice: «Henry, eres un organismo muy jodido y no queremos crear otros seres como tú». Por mi parte, estoy dispuesto a aceptarlo. Jamás me he visto en el futuro con hijos. A pesar de haber pasado mucho tiempo con mi joven yo, a pesar de haberle dedicado mucho tiempo a Clare cuando era pequeña, no siento que mi vida sea incompleta por el hecho de que no exista alguien de mi misma sangre.

Y esto último me hizo reír y me recordó a una historia que escribí hace tiempo:
—Papá está llorando —le susurra Alba a Clare. —Eso es porque tiene que comer lo que yo cocino —le informa Clare, guiñándome el ojo, y no me queda otro remedio que echarme a reír.

viernes, 1 de mayo de 2015

Villa Diamante, de Boris Izaguirre

Esto es lo que dice Goodreads:

Dos hermanas, Irene y Ana Elisa, se asoman a un destino cruel que llevará sus vidas por sendas paralelas en medio de un país asolado por diferentes dictaduras, pero próspero e ingenuo. 
Al comienzo de los años cuarenta, Ana Elisa sueña con perdurar en el tiempo a través de una casa que la haga eterna. Deberá convencer a un arquitecto del otro lado del océano para convertirla en símbolo de un amor empeñado en subsistir a pesar de la vileza y del miedo. Entre todos los grandiosos y humanos personajes de esta crónica dramática, se erige Villa Diamante, el monumento misterioso e impenetrable; el símbolo de una vida. 
Boris Izaguirre se consagra con esta novela como un excepcional narrador, capaz de recrear con un estilo deslumbrante toda una época.

Empecé a leer el libro sin tener ni idea sobre el argumento lo que, dicho sea de paso, no es nada raro en mí, porque desde el principio de los tiempos he escogido los libros basándome en intuiciones, títulos y portadas. Eso es así y es así. A veces es por el autor, porque me cae en gracia, por curiosidad, o simplemente porque sí. En el caso de Villa Diamante, llevaba años queriendo leerlo, desde que me enteré de que había sido finalista del premio Planeta 2007. Yo conocía a Boris única y exclusivamente de verle hacer el chorra en la tele y no me caía en gracia precisamente, así que me costaba creerlo.



Villa Diamante me ha sorprendido muy gratamente. Estoy segura de que voy a leer más libros de Boris porque me ha gustado mucho cómo escribe. Algunas frases las leí más de una vez, de bonitas que resultaban. No sé si es porque llevaba mucho tiempo sin leer en español, si porque el léxico de Boris es particularmente amplio o todo un poco... pero lo que más me gustó fue el lenguaje, sin duda. De ahí que el 11 de abril acabase publicando en Facebook "Palabras que me gustan: efímero, ahíto, anhelo, orquídea." No lo pude evitar porque el libro estaba lleno de palabras bonitas.

En cuanto a la historia, me ha parecido interesante pero no me he metido en ella. Cuando una historia me atrapa de verdad, leo como si me fuera la vida en ello, como si todo eso me estuviera pasando a mí. En este caso fue una lectura mucho más desapasionada. Me interesaba lo que les pasaba a los personajes, pero no me afectaba. Con la única excepción del final de la primera parte, que me hizo soltar un par de exabruptos.

Lo que me más me ha gustado ha sido, como ya he dicho, el lenguaje. Lo bien que Boris se maneja al escribir y la cantidad de palabras bonitas que redescubrí leyéndole. Y la historia de (la inmensa) Venezuela.
Pero sobre todo, sobre todo, lo que más me ha gustado es que este ha sido el primer libro que leí en el Kindle y que fue el primer libro del Club de lectura virtual de Facebook.

Lo que menos me ha gustado, a parte de los personajes claramente odiables (sí, me refiero a los vecinos, y a ese policía que pareció bueno durante unos cinco minutos para acabar siendo incluso peor que el resto), han sido los personajes totalmente prescindibles. Joan estaba más bien de adorno (y, como leí en alguna reseña por ahí, cuando vuelve a aparecer es bastante forzado) y el arquitecto me sobra completamente. Que lo de la construcción de la casa tiene un sentido, pero ese loco amor que (supuestamente, porque yo no lo veo por ningún sitio, por más que lo digan) sienten él y Elisa me sobra.

Preguntas que me hago: ¿por qué si cuando eran niñas Irene era la que siempre hacía preguntas y Elisa se callaba, luego de adultas siempre lo recuerdan al revés?

Puntuación:


Cosas que he subrayado (demasiadas, pero me podía el ansia):

—Ana Elisa, soy tu hermana, no me mientas. Mira el tronco de la palmera, tu palmera. Sigue ahí. Está esperando que hagas algo, que pidas algo, que la desentierren y la planten en otro sitio. Que la hagas crecer otra vez… —La partió un rayo, Irene. Y mató a nuestro padre. —Estaba muerto hace mucho tiempo. Al final le hizo un favor.

Entendió en su hermana una dureza nueva, un temple que su belleza física ocultaba magistralmente. Si ningún espejo lograba reflejar un parecido entre ellas, aquel que hubiera escuchado su diálogo habría encontrado el lazo indeleble que las unía.

—Vamos a ver, tu hijo Mariano no hará más que decir cosas bonitas de lo que vea en esa ciudad. Todavía no le han cerrado la academia de mujeres desnudas y afeminados sin gracia que las pintan, y en el fondo le encanta esta situación extrema: tiene un motivo para sentirse escritor y enviarnos esas cartas absurdas, dramáticas, con ideas absurdas en cuartillas de colores absurdos. A él la guerra le da igual, lo único que le interesa es vivir una experiencia para volver aquí y asombrar a sus amigos del club literario con sus conclusiones ridículas, como que Hitler perderá la contienda. Ana Elisa, por favor, sírveme otro plato de carne.

Cuando descubría algo así, hubiera querido anotarlo en un cuaderno, pero era Irene quien llevaba un diario y no pretendía imitarla, ni en eso ni en nada. Cada vez estaban más unidas en distanciarse una de la otra.

Ana Elisa se detuvo delante de la colección de coches de Gustavo Uzcátegui, como siempre hacía cada vez que entraba en el garaje, a medio camino entre el rechazo, el estupor y la acumulación de poder que representaban esos coches, todos americanos, todos brillantes. Más largos, más cortos, espectaculares.

«Ana Elisa es la inteligente; Irene, la belleza», se le había escapado a Graciela una vez mientras tomaba el té en una merienda de señoras en su casa.

se levantó para abrir las ventanas del salón. Fumaban demasiado, y cuando Gustavo empezaba a decir groserías era como si las palabras se quedaran flotando entre el humo y el aliento de los presentes tiñera de color whisky la estancia. Temía que sus muebles pudieran mancharse.

«Frío de que no va a llover», pensó,

Lo que pudo oír, entre las risotadas y el humo que empañaba el cristal, eran esas referencias a Hitler y a la guerra, y no llegaba a comprender cómo se mostraban tan despreocupados cuando veía en el periódico que dejaban en la cocina todas las mañanas las fotos de personas huyendo hacia puertos en España, Portugal y Francia y que podrían estar deseando venir a Caracas o a Buenos Aires, incluso al lejano Uruguay. Toda esa gente sin hogar, igual que ella e Irene, esperando que alguien como Graciela y Gustavo los recogiera, como a ellas, sin saber si volverían a ver a sus padres, a sus perros, acostumbrándose a nuevos platos, a gente que habla diferente. A Ana Elisa le abrumaba la angustia de esas personas y le venían ganas de llorar, y a veces sus lágrimas salpicaban la harina de las galletas que estuviera preparando con Soraya y ésta la confortaba creyendo que lloraba por su madre o su padre muerto. Pero no, lloraba por esa palabra escrita en el periódico de todas las mañanas, «GUERRA», que a Gustavo Uzcátegui le importaba tan poco.

Sin poder contarlo, ya de regreso a su habitación, Irene profundamente dormida, Ana Elisa comprendió que para él la guerra era una excusa para emborracharse y hablar sin fin de sus ideas.

¿Es que no se dan cuenta de que para este país lo mejor que puede pasarnos es que la guerra continúe? —Mueren miles de personas en Europa, Gustavo. Gente blanca, de ojos azules como… Irene. Y hablan de atrocidades que puedan estar pasando sin que las sepamos. —Por favor, Graciela. Vas demasiado al cine y escuchas demasiado la radio. Matan a los enemigos y a los mal formados, con toda razón. ¿Cómo va a tener Europa gente coja o manca? ¡Y que los bancos estén en manos de una gente que no cree en Dios, como los judíos!

En este país, bajo este sol, con nuestras palmeras, la guerra es como una bendición. Mientras más aviones estén en el aire y más tanques en la tierra, más van a necesitar esa maravilla que Dios nos ha regalado a borbotones…

Exactamente, el petróleo es lo único que tiene que interesarnos en este país. Si otros lo utilizan para matarse, es asunto de ellos, pero que lo compren aquí. Siempre aquí…

son religiosas, no hacen más que ver al Demonio en todas las esquinas.

La lectura de estas crónicas vegetales la desoló y le hizo comprender que, en el fondo, aunque su belleza no fuera ni mucho menos tan evidente como la de los asombrosos seres que abrazaban a su palmera muerta, ella misma era una orquídea. Sí, ambas lo eran, Irene y ella, las hermanas Guerra: una se consideraba exterminada, Ana Elisa, al margen de la sociedad, privada de la luz, de todo brillo, recluida en su mundo de plantas, recetas y cacerolas. La otra, Irene, era como la flor hermosa transplantada a la mansión de los Uzcátegui, que la cuidaban y mantenían para lucirla en sus salones, poseedores sólo ellos del ejemplar más bello de la ciudad.

Los escasos libros que encontró sobre flores le ofrecieron una sola conclusión: con la orquídea jamás se sabe cuánto es suficiente. Ni de riego, ni de luz, ni de sombra.

—Irene, es muy tarde. No quiero pensar en cosas que no me dejen dormir. —Pues tendrías que hacerlo, al menos una vez. Esas cartas no son verdaderas. Las escribe Graciela en la mañana y nos las lee todos los jueves para hacernos creer en algo y tenernos todavía más atadas a ella. —No es verdad. —Al menos puedes creer que no lo son. Se llama cuestionar. No hay por qué aceptarlo todo como te lo dan. Parece mentira que sea yo quien te lo diga, con lo observadora que eres. —Yo observo para creer, no para hacerme preguntas —respondió Ana Elisa, su voz temblando, como si la conversación con su hermana le arrancara más verdades de las que estaba dispuesta a confesar.

Las pequeñas cosas te hacen descubrir un mundo del que de inmediato quieres huir, pero que también rápidamente comprendes que jamás conseguirás escapar. El castigo de las pequeñas cosas es que su recuerdo te revela demasiado sobre ti mismo de un solo golpe.

—Yo le pago a mi hijo sus caprichos de héroe latinoamericano, esposa mía. Y así como le pago, decido que regrese aquí. Te recuerdo que París sigue tomado, pero si la guerra se acaba cualquier día de éstos y el mundo equivocadamente les da el triunfo a los norteamericanos, nosotros, estos ignorantes e incultos esclavos del petróleo, seremos los obreros que construirán su nuevo imperio, y la obligación de mi hijo es emplear en este país, el suyo, lo que hemos invertido en él.

—Tendría muchas cosas que decir, pero nunca encuentro a nadie que quiera escucharme como yo quiero que me escuchen.

—Tú te salvaste porque eres un valiente y porque necesitabas esa experiencia para venir aquí y hacernos a todos un favor. —¿Qué favor? —Convertirnos en país, hijo mío. En personas cultas, pensantes, capaces de hacernos preguntas y responderlas. —¿Y cómo voy a ser capaz de eso si no puedo ni reconocer que desprecio a mi padre, que desprecio todo lo que hace y en lo que cree? Y si no puedo decirlo es porque ha sido el dinero que cosecha con sus oscuros hábitos y sucias formas lo que ha pagado esta educación que según tú me hace diferente de los demás en esta ciudad. ¿Cómo crees que una persona como yo puede sobrevivir a esa contradicción? —Tú lo has dicho. Sobreviviendo. Ya hay una línea dibujada en tu papel, en ese papel blanco que nos dan a todos para convertirlo en el mapa de nuestra vida. Tú ya tienes una línea dibujada porque eres un privilegiado. Y en esa línea, tienes que hacerme caso, existe alguien. Y es Irene. Nadie más.

Ana Elisa recordó sus días olvidados, esa sensación de que después de Irene no existía nada más en su universo. Ella misma estaba atrapada trabajando para la celebración de su hermana, para su primer día más importante de una larga lista de días más importantes: su boda, el nacimiento de su primer hijo, el primer diente de ese primer hijo, el primer aniversario de su boda, de ese hijo, su primer traje largo si era varón, sus primeros quince años si era mujer, la primera visita a Madame Arthur… Toda esa rueda de celebraciones sucediéndose sin parar y ella sin poder hacer otra cosa que no fuera pedirles a sus orquídeas brotar en el tono exacto que favoreciera la celebración siempre de otros. Preparando las comidas que engullirían sin apenas agradecer.

«Permíteme empezar por decirte que sé que harás mucho por este país cuando llegue el momento en que puedas irte de esta casa y volver a construir París aquí cerca, entre nosotros, pero más libre que dentro de esta familia…»

Y ella, siempre pequeña, siempre detrás, observándolo todo, escuchando, asimilándolo sin jamás poder probarlo antes que su hermana.

—Sabía que esto terminaría así —reconoció impasible Graciela, la única con suficiente sangre fría para expresarse con claridad, su rostro pétreo—… Y que tú serías la culpable, Ana Elisa.

—La verdad no necesita ser aclarada, hermana. La verdad es.

«Mariano, nosotros no somos ni de un lado ni del otro de esta guerra. Somos su esperanza. Y cuando la guerra termine, estaremos sanos y en pie para recoger las cenizas, apartar la metralla y hacer que nuestros verdes campos florezcan con júbilo.»

un libro debía catarse lo mismo que un buen caldo? Aspirarlo, sentirlo, olerlo una y dos veces. Entonces leerlo.

No, concluyó sin apartar la vista de la niña cargada de sensatez que la hacía enfrentarse a su verdad, nada podía destruir el trazado ideal que había dibujado para ese ser humano.

—No quiero que nadie pronuncie en alto cómo sucedió todo en realidad, así no tendremos que repetir ni recordar la verdad, ni ante nosotros, ni ante nadie —zanjó, sosteniendo su pañuelo gris, Graciela.

Cuando me despierto y veo esta luz tan limpia y sé que puedo hablar, que puedo levantarme de esta silla e ir hacia el muro, comprendo que deben de haber pasado muchos días entre mi oscuridad y esta repentina claridad. —Mamá, aprovecha la luz, no empieces a recordar. —¿Pero cómo te explico lo que pasó? Por qué terminé aquí. Por qué os dejé a cargo de Gustavo y… y… y ella. —No necesito que me lo expliques ahora, mamá. Piensa en la luz, no retrocedas hacia la oscuridad, y piensa en la luz de ese cuadro.

Nunca sientas miedo, esquiva la palabra con otra. Conjúrala. Cuando empiece a crecer dentro de ti, invéntate un nombre. Un nombre, ahora, dilo…

—Repite el nombre, no dejes que el miedo te venza, se planta a veces junto a ti y espera que te descuides para cogerte. Di, di la palabra —imploraba, ordenaba su madre, enfilando la silla de ruedas para cercarla completamente contra él. —Carlota, diré Carlota. Carlota… —Tú no eres Irene, tú eres mejor, tú tienes que salvarte, huir de aquí, no ser destruida ni como yo ni como tu padre.

los libros que admiraba y al mismo tiempo odiaba porque nunca podría escribirlos,

Ana Elisa miró al inspector y éste vio que en sus ojos parecían reflejarse orquídeas (hacía tanto tiempo que no pensaba en ellas), las conversaciones con su hermana antes del amanecer en casa de los Uzcátegui y, de repente, como si se equivocara de pensamiento, la respiración agitada de Gustavo.

«Sin un concepto industrial de la cultura, estimado Mariano, ningún país y ninguna civilización puede llegar lejos», le advertía en cada clase monsieur Berger en la Sorbonne.

Acepto lo que has decidido para mí porque, en mi interior, o no soy lo suficientemente valiente para decirte que no o prefiero ser un cobarde al que le va bien en la vida.

El inspector Suárez entró en la habitación, su paso denotaba ganas de salir de allí lo antes posible. La respiración, el humo del tabaco de Graciela suspendido en el ambiente, denotaba otro interés. —Te has equivocado en todo —empezó Graciela. —Has bebido más de la cuenta, lo noto en tu mirada. Será mejor que lo hablemos mañana. —Sólo dos whiskies más, ¿quién no lo hace en esta aburrida ciudad? No les sucede nada a los demás, todo parece ocurrirnos a nosotros. Te has equivocado, reconócemelo. En todo. ¿Quién coño te pidió que fueras a ver a esa niña? —Es una investigación policial. Y además me da pena, se aplicó ella misma la electricidad… —¡Está loca, Pedro, en un lugar de locos! ¿Es que acaso no puedes verlo claro? No está allí porque haya ganado un premio en la escuela con las monjitas. Está allí porque ha sufrido. —Un accidente —respondió raudo y cínico el inspector Suárez—. A ti más que a nadie te gusta llamarlo «accidente». Fue una violación, una muerte, como la de ese hijo que no pudo sobrevivir. Y todo eso le ha ocurrido a una niña de menos de quince años, Graciela. He visto cosas horribles en mi carrera como policía, pero ninguna tan dura, tan triste como ésta. Graciela espiró el humo de su cigarrillo. —Por culpa tuya, no mía. Siempre viene alguien de fuera y sacrifica todo el orden que desde hace años llevo creando en mi interior, entre estas paredes, en este salón, bajo mi presencia. Años, años de organización echados a la mierda porque tú decides ser el policía bueno, encarcelas al matasanos y cierras la clínica Adames, y de repente esa niña, una vez más, vuelve a aparecer ante mis ojos.

Graciela consiguió desembarazarse de Suárez y llevó sus manos hacia su pelo buscando desesperada recuperar su peinado. Fue un gesto del que nunca dejaría de arrepentirse a lo largo de toda su vida. Suárez aprovechó su cobardía y se dirigió hacia el escritorio situado en el otro lado de la habitación, extrajo de su primer cajón un cofre y lo abrió haciendo evidente a todos los presentes que controlaba los puntos más importantes de la casa. Sacó un fajo de billetes totalmente nuevos y se los entregó a Ana Elisa. —Son quinientos dólares. El barco a Trinidad sale esta noche del puerto de La Guaira. Nelson te conducirá hasta allí. Ana Elisa observó el dinero, lo guardó en el bolso negro y cuadrado que había tomado de las pertenencias de su madre y lo llevó hasta un poco más de la mitad de su antebrazo. Volvió a observar a Graciela y decidió que así quería que la recordara. Con el bolso lleno y colocado en su brazo tal y como ella lo hacía. —Estáis creando un monstruo —sentenció Graciela, su sangre adquiriendo la misma frialdad de sus palabras. Ana Elisa sintió que le servían en bandeja la oportunidad de entrar en la historia privada de aquella casa y sus ocupantes. —No, Graciela: el monstruo ya lo has creado tú.

—No lo entiendes. No leíste la carta… —y entonces se dio cuenta de que no había visto siquiera el sobre dentro del cojín—, no la leíste nunca, y por eso nada de lo que en ella escribí será jamás realidad.

¿cuál es el verdadero amor? ¿El que nace de la nada y termina aniquilando el espacio que invade o el que va creciendo, como sus plantas, como sus postres, como el mismo perdón, y conquista territorios vedados, rincones arañados y reacios a cicatrizar?

«Todo lo nuevo trae consigo un poco de amargura del pasado. No existe nada nuevo que no provenga de otro sitio, de otra historia, otra pena»,

Y Ana Elisa escuchaba y callaba. Ésa había sido siempre su fórmula para aprender: ver, entender y callar. En el compartir podían perderse muchas cosas.

¿Cómo iba a suceder algo tan tremendo, tan definitivo, si ella y Soraya acababan de celebrar el volver a encontrarse?

las noticias buenas se saben igual de pronto que las malas.

a lo mejor es que la gente sólo te quiere por una cosa, no por dos al tiempo.»

Había tenido una idea, una especie de sueño que hacer realidad, consiguió los medios y el mundo le dio la espalda.

Toda belleza lleva escrito en letras sin luz su propia condena.»

A eso se refería cuando pensaba en que la vida se divide en dos tipos de personas: la de los que siguen una organización ajena y la de los que se crean la propia.

«Sí, la vida tiene dos destinos: el de los que se acostumbran y el de los que se reinventan. La belleza no es una sola, es muchas a la vez.»

¿Pero qué don, qué talento, qué única característica podía singularizarla?

«Una mujer marcada, querida, como tú y yo, no debe ocultar sus cicatrices.»

No tener miedo puede ser más peligroso que tenerlo, cariño.

Soraya sintió vergüenza de sus sentimientos. Despreciaba a esa persona, pero no porque estuviera quebrando los límites de su normalidad, sino porque entendía que su misión en la vida era quitarle a Ana Elisa.

ella quiso ser libre y lo fue hasta que un hombre, siempre un hombre, la maltrató y la obligó a volver a la isla.

¿Por qué no tuvo ese gesto con Soraya, que le había ofrecido casa, cobijo, su cocina y hasta el apoyo de sus hermanos para llevar adelante su idea de las sillas? Porque en esas últimas y crueles palabras contra su nueva amiga Soraya le resultó monstruosa, incapaz de reconocer en Joan esas cualidades que Ana Elisa insistía en que las unían.

Empezaron a reírse de encontrarse así, atrapadas, como les gustaba pensar de cada una, entre ser descubiertas y volver a mirar el mundo que las obligaba a aceptar esas pequeñas penurias como anécdotas de una creciente complicidad.

la belleza es la máxima expresión de las artes, es su destino. No olvides eso nunca.

—Quiero hacerte una casa, Elisa. Una casa como nunca antes hubo. Una casa donde tú y yo conozcamos todos los secretos de la belleza. Y el amor.

la colección carecía, como todo en la casa, de rigor y de cariño, dos elementos que Elisa había descubierto esenciales para cualquier cosa. Rigor igual a orden y a una idea concreta que se lleva a cabo en una línea más o menos recta, esquivando obstáculos y vacilaciones. Cariño, porque siempre, siempre, los objetos, lo inanimado y también lo inesperado, le habían ofrecido precisamente ese extra de amor que los seres humanos no pudieron proporcionarle.

desde ese mismo momento sintió por Pedro Suárez una extraña mezcla de repulsión y afecto, más marcado por el agradecimiento que otra cosa,

ese hombre y su amigo el general quieren gobernar Venezuela como sea. No son políticos o gente con una ideología, una lucha, una revolución. Únicamente quieren el dinero sobre el que se asienta este país. Y son capaces de cualquier cosa para lograrlo. Desestabilizar, agudizar cualquier crisis por pequeña que sea. Robar, sobornar. Y matar.

Toda esa casa giraba en torno a la belleza de mi hermana

Hugo la abrazó con todas sus fuerzas. Era más que un esposo, un noviazgo y un amor. Era un salvador. Auténtico, palpable, hondo,

—Hace falta más que amor para sobrevivir en esta ciudad y en cualquier otra, Elisa

un gesto triste, de payaso camino a la jubilación.

Su fiesta había dejado de ser suya, pertenecía ahora al dominio público, a cuantos quisiera que fueran los lectores de esa columna.

qué podía hacer para dejar una huella en el mundo más fuerte, más honda que su ahora célebre crema de caraotas.

Las cartas, sean de amor, de negocios o del Tarot, siempre generan tensión, van asociadas a ese arte tan difícil de comprender qué es la espera.

—No existe ninguna fortuna sin fantasmas en medio de la noche, Elisa.

Mi algo distinto es la verdad, creo en la verdad, lucho por la verdad.

Es como tu relación con Pedro Suárez y los Uzcátegui: no siempre han sido lo mejor para ti y, sin embargo, te han acercado a lo mejor. No siempre deberías agradecerles lo que han hecho por ti, porque lo han hecho por motivos oscuros, nunca limpios, jamás claros. Pero forman parte de tu familia y no puedes agredirles por eso, de modo que, entonces, lo mejor que puedes hacer es emplearlos de alguna manera.

Me equivoqué, ¿comprendes?, no pude, no supe decir no, y me dejé llevar asumiendo que en la vida todo en realidad está elegido ya por alguien.

todo el elenco de mujeres gallináceas consiguió agitar sus pezuñas, sus garras, sus uñas, y el ruido de sus sortijas golpeándose unas a otras le recordó a Elisa el sonido de cuchillos afilándose.

—El accidente es nuestra mejor fortuna. Las mejores cosas en la vida empiezan siempre con un accidente.

—¿Por qué una palmera? ¿Por qué ese empeño del mundo entero en poner palmeras en lugares a los que no pertenecen?

En el fondo, decía libertad cuando en realidad quería decir amor, porque esa sensación de apertura no venía tan sólo por la consecución de lo nuevo en la joven y desconocida ciudad.

Suárez hablaba como un jugador de polo, pensó el arquitecto. Sólo que su voz no era empalagosa ni refinada. El cuerpo, el atuendo, sí, pero cuando se expresaba era como si alguien malo, un delincuente común de una barriada a las afueras de Milán, le estuviera impidiendo el paso para robarle.

Pasan cosas en casa de los Uzcátegui. Pasan y pasan, y mi hija, Mariano y yo no hacemos nada. Porque siempre ha sido así, es verdad. Yo acepté todo lo que Graciela escogió, nunca rechisté, nunca pregunté. Acepté.

encontramos un quiebro de esperanza, y créame que ese punto de fe lo sostuvimos a fuerza de reírnos, aunque ni siquiera tuviéramos razones para hacerlo.

¡no hay nada peor que dos arquitectos hablando de la vida! No sabemos explicar nada con palabras. Somos como niños y lo hacemos todo con dibujos.

Debía volver a Italia cuanto antes o si no esa urbe caótica, esa montaña invencible que protegía a sus habitantes de las inclemencias del Caribe, terminaría por consumirlo. De repente, de un día para otro, empezó a observar a todos los caraqueños que conocía como descendientes de Drácula. La misma montaña como una réplica cubierta de verde de los Cárpatos y todas esas figuras que la poblaban como vampiros sedientos de sangre nueva, chupópteros que habían inventado esa excusa del futuro para atraer a víctimas del mundo entero, sangres variadas con que alimentarse desde cualquier punto del globo terráqueo.

El general, dentro de esta visión, no le parecía más que un murciélago. Sin embargo, el hombre que siempre le acompañaba en las fotos y en todos los actos, el jefe de las Fuerzas de Seguridad, Pedro Suárez, sí le resultaba el más temible de los vampiros.

Y también estaba su esposa, Graciela, todo el cabello levantado dejándole la frente despejada y alisada como una pista de aterrizaje. Ambos formaban una pareja feroz, entrenada para cercar a sus víctimas y enredarlas entre sus patas para destrozarlos, devorarlos y quedarse con sus pieles para diluirlas en mejunjes terribles con los que conservar su lozanía.

Este nuevo mundo nunca sería lo suficientemente viejo para dejar de ser salvaje.

pensé que la vida está hecha a base de piezas desencajadas que buscan volver a unirse.

El futuro era el presente, nada podía planificarse a largo plazo porque el futuro, exactamente, ya estaba aquí, se palpaba, se veía crecer.

—Yo no soy la culpable de tu fracaso, Mariano. Eres tú, te lo recuerdo. Tú podrías haberme convencido, lo único que deseé en esta vida fue lo mejor para ti, y creí que Irene era la mejor. Pero tú no. Y por cobarde, por iluso, por frustrado, porque naciste frustrado, sí, no quisiste luchar por tu verdadero amor —le gritó Graciela.

—Si Mariano publica esa basura sobre mi marido, no voy a hacer nada para detenerlo. Ni a Pedro. Ni a su furia. Ni a sus hombres.

—Nunca termina nada —aventuró él, siempre ese tono de voz suave y grave al mismo tiempo, siempre caballero y claro, preciso, nunca ocultando, dejándose alguna palabra para sí mismo y poder emplearla luego, cuando pudiera doler. —Es este país y la ciudad, todas las fiestas. Debe de sentirse exhibido, como un animal nuevo. —Pero de algo le sirve. Nunca nadie ha escrito más sobre Caracas que nuestro arquitecto. Siempre imaginé que la construcción de una casa se alargaba durante años. Y hecha por un genio mucho más. Pero es que aún no hay más que una idea, un diamante y una mariposa. Y estos dibujos, con tu nombre en todos. —No sabía que fuera así… —¿Y sabes lo que sientes por él? —No. —¿Es igual que lo que sientes por mí? —Elisa no quiso responder—. Nunca nos preguntamos qué sentimos el uno por el otro —continuó Hugo, colocando los dibujos en un montón, el nombre de su esposa reposando sobre sí mismo una, dos, cinco, seis, siete páginas—, nunca nos ha hecho falta, al menos hasta ahora, cuando lo hemos conseguido todo. Dinero para construir un sueño, prestigio para que nada de lo que sucede a nuestro alrededor nos salpique y, si Ponti realmente consigue una obra maestra, seremos recordados a lo largo de los años por ser los dueños de un símbolo, el espejo de un tiempo, la máxima obra arquitectónica de una década. —¿Es bastante, no? —habló al fin Elisa en un hilo de voz. —No, Elisa. No es sólo eso, quiero que esta casa sea mi demostración de amor. La declaración que nunca te he podido decir porque no tuve palabras. No las consideré necesarias y pensé que esta obra, esta empresa, lo daría todo por mí. Pero lo que jamás imaginé es que tendría que compartir el amor de mi esposa durante su construcción. —Yo no estoy enamorada. —Lo estás. Y él también. A veces, en estas historias, sólo el que está fuera ve mejor que los que juegan dentro.

El sobre continuaba cerca de Elisa. «¿Siempre eres así de callada?», recordó que le preguntó Mariano aquella primera vez, en la cocina. Decidió romperlo, despedazarlo. ¿Qué sentido tenía recuperar el tiempo perdido?

Sólo callaron cuando Graciela abandonó su congoja y fue hacia ella: «Mataste a los dos hombres de mi vida. ¿No tenías suficiente con uno?, ¿querías también a mi hijo? Siempre supe, siempre supe, siempre supe…», y la voz la traicionaba mientras sus manos trepaban por su moño para cerciorarse de que seguía allí.

CLAUSURA DE LUPANAR EN CARACAS Tras infinitas quejas de vecinos y ciudadanos de moral incorrupta, los agentes de las Fuerzas de Seguridad cerraron ayer un bar de más que dudosa reputación. Sus propietarios, delincuentes liderados por un enano conocido como el Marqués, ofrecieron resistencia, y en el cruce de disparos fallecieron un homosexual, un empleado del asqueroso negocio y un enemigo del gobierno de la Inmensa Venezuela, ex integrante de las Juventudes Democráticas, ahora vinculado a la drogadicción, la degeneración y la práctica de actos inmorales.

No puede ser un hecho abstracto, eso es mala arquitectura, es mierda. Yo no estoy aquí para construir una mierda.

desde que soy niño, Venezuela es siempre una revolución.

la hizo viuda cinco años atrás. Su almohada, como la carta que dejó Mariano, pronto fue tirada, disuelta. Le aborrecía conservar los objetos de los que no estaban vivos.

Sólo con despertarse en esta casa una se acuerda sólo de cosas lindas

«Queremos democracia, no queremos hambre. No queremos Fondo ni tocar fondo.» Elisa apagó el televisor. Antonieta y Josefina permanecieron en sus sitios, expectantes. —Es igual —dijo Elisa, de pronto—. Es igual otra vez, una revuelta, unas consignas, unas esperanzas, un sueño que se levanta y se vuelve a romper. —Señora, si me permite, esta vez es grave. La gente, por lo menos allí donde mi hermana, está hablando de cachucha otra vez, de que no quieren más esta democracia. —No —lanzó, casi un bufido, Elisa—. No puedes decir eso en esta casa. Aquí no. Cuando la inauguramos, hace treinta y dos años, se vino abajo una tiranía marcada precisamente por esa frase: la cachucha de un general mediocre, pequeño. Ni siquiera podías decirle vampiro, apenas murciélago.

Cambió de canal, buscó y de repente encontró una película de Joan Crawford. Se llevó las manos a la boca. Siempre estuvo rodeada de fantasmas, siempre aparecieron en momentos difíciles para protegerla.

«Todo será distinto. Todo será como quiero que sea.»

Frente a la palmera, delante de esa ciudad en la que iban sucediéndose eventos. Hoy esas revueltas, ayer también, «desde que nací, aquí siempre hay revoluciones», como dijo Hugo la tarde en que los trabajadores casi derrocan al general. Lo conseguirían un año después, la casa terminada y ella también en el ventanal, contemplando los fuegos en el centro y la gente alegrándose por la marcha del que por fin podían llamar «dictador».

—afirmaba Elisa, acostumbrada también a que una historia, al narrarse, adquiera vida propia y crezca a medida que se repite—.